lunes, 5 de noviembre de 2018

El rosal del jardín


Al final de la pradera hay un jardín.
Y en el centro del jardín hay un rosal,
lleno de flores rojas, olorosas,
todas espléndidas y glamurosas.

Pero a pesar de mi belleza y esplendor,
hay plantas que deslucen el jardín.
Pues sus flores ya no producen ni olor.



Las orquídeas ni siquiera tienen flor.
No recuerdo haberlas visto florecer.
El pálido color de esa cayena,
y la triste expresión de ese clavel,
producen a la vista, mucho dolor y pena.
Ninguna de ellas se compara a mi esplendor.

Anturios, nardos, tulipanes,
margaritas, camelias, girasoles,
no hay en el jardín ninguna flor
que se acerque en primavera a mi fulgor.

Ya era tiempo que llegara el labrador.
¡Ahí viene!
El hacha en sus manos sostiene.
Pues mi belleza no se puede deslucir.
Y estas plantas de raíz hay que sacar.
Se debe abrir más espacio para mí.
Es preciso mis colores destacar.

Que sorpresa se llevó el rosal,

cuando en el frágil leño que la sostenía
sintiera de repente ese hachazo mortal.
¡Que irónica respuesta, a sus interminables letanías!


El suelo del rosal había abonado,
mojado y con paciencia había esperado.
Al tiempo, más tiempo había agregado,
pero nada le daba resultado.

Así que pasó un año y finalmente
El tronco del rosal había cortado.

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